Ven a vaciar tus copas de sol en mi camino.
Pablo Neruda
Se apagan las luces de la sala del cinematógrafo. Un instante de silencio, y la música aparece lenta y progresiva, creciendo en el susurro como el jadeo de las olas de un mar fatigado. Inspiro hondo, me conecto al respirador de lo fabuloso, y vestida de luto, viuda por unas horas de mi misma, de la que fui, reconozco mi pecado adolescente aún irredento: amo a Michael Jackson.
Amar a un artista, confesarlo con la desvergüenza, el descaro y la inocencia de un niño, es propio de un fan. Aunque en su origen esta palabra proviene del inglés “fanatic”, en español, “fanático”, el Diccionario de la Lengua Española la define de una forma menos extremista. “Fan: admirador, seguidor de alguien, entusiasta de algo”.
Parece por tanto que la condición inexcusable para ser un buen fan es tener la capacidad de admirar. Mirar con ojos sorprendidos, iluminados, devotos, reverentes.
Admirar. Y amar. Un verbo tras otro. Si no admiramos, no amamos. Tal vez tengamos cariño, solicitud, afecto indestructible. Pero el amor, el verdadero amor, implica ser un buen fan.
Ser fan del esposo, de la madre, del hermano, es peliagudo. El acostumbramiento, la rutina, la certeza de las respuestas y actitudes arrasa la capacidad de sorpresa. Sin embargo, aquellos que están lejos, los artistas, los habitantes de la dimensión de la gloria, son excelentes candidatos al embeleso.
También es espinoso ser fan de uno mismo. La autoestima, enardecida por unos y denostada por otros, es la base de esa necesaria y beneficiosa admiración. No se trata de enorgullecerse falsamente, sino de ser agradecidos a la propia vida, porque quien la sonríe, acaba encontrando la sonrisa correspondida.
Cuando hace unas semanas, tras la muerte del rey del pop, acudí a ver el documental “This is it” acerca de los ensayos de su ultimo recital no estrenado, comprendí aún más, porqué Michael es un ser extraordinario. Supe que viajó durante su corta existencia buscando una identidad que se le mostraba esquiva. El niño que acarreaba en su interior le hacía el más solitario de los humanos. Solo se transfiguraba, solo salía del infierno de su cielo, cuando ocupaba el escenario por completo, con sus gestos a mitad de camino entre la provocación y la entrega, con esa fuerza irrepetible, excepcional, inconmensurable, más propia de un espíritu alado que de un hombre. Tenía una fuerza heroica, creadora, dirigente. Pero a la vez era frágil, delicado, indefenso. Un cruce ente el poder y la gloria, el desvalimiento y el desamparo, la plenitud y el deseo.
Aunque otros lo han hecho, yo no le juzgaré. ¿Acaso se atreve alguien a ser el portador de la conciencia ajena? Por el contrario, siempre recordaré a aquel ángel sin sexo que cruzó bailando por el paisaje de mi existencia, arrastrando mi alma a un abismo inverso, en el que mi cuerpo se perdía cogida de su mano.
¿Demasiado exaltada? Bueno. ¿Y qué? Las pasiones forman parte de la vida.
¿No creen?
Pues eso.