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De tres a noventa y uno

Publicado en Dermactual. Mayo 2010; 12: 26

De tres a noventa y uno

En estos días, dos mujeres que forman parte imprescindible de mi vida cumplen años. Mi madre, noventa y uno. Mi nieta, tres.
Ambas, vivas. Ambas en su tiempo. Ambas aprendiendo constantemente. La pequeña, practica inexorablemente la vocación innata de ilustrar los caminos de su mente con circuitos neuronales nuevos y a la vez repetidos generación tras generación: comer, andar, hablar, leer, nadar… La anciana sintetiza el inmenso arsenal de sus conocimientos, los analiza, saca conclusiones, desecha los banales, reitera los importantes…
Ambas están aprendiendo a vivir.

Dice la escritora y médico Marlo Morgan en su polémico libro “Las voces del desierto” que todos deberíamos tener dos vidas: una que nos sirviera para aprender, y otra para vivir según ese aprendizaje. Y yo creo que es cierto. Sería estupendo poder rectificar todas las equivocaciones, conseguir sin desviaciones todos los objetivos, conquistar sin traspiés todas las metas… ¿Quién no ha dicho más de una vez, “si hubiese sabido lo que iba a ocurrir no lo habría hecho”? Ese condicional, ese “si hubiese sabido” oculta la fantasía universal de volver a vivir la misma vida, pero con todo el bagaje intelectual y emocional que se adquiere con los años.

Dice Kandel en su libro “En busca de la memoria”: “los recuerdos confieren continuidad a nuestra vida, nos brindan una imagen coherente del pasado, y ponen en perspectiva la experiencia actual”.

Así es. Pero aprender a vivir, a utilizar esos recuerdos pasados como herramientas del futuro no es tan fácil.

Incluso aunque de una forma milagrosa volviésemos atrás con un cuerpo nuevo y una mente vieja, seguramente cometeríamos los mismos o parecidos errores. Como en la película “Peggy Sue se casó” dirigida por Francis Ford Coppola y protagonizada por Kathleen Turner y Nicolas Cage, con toda probabilidad volveríamos, de una u otra forma, a enamorarnos del mismo personaje, a trabajar en algo parecido, a caer en los mismos pozos, a reír con idénticos chistes.

Insisto. Aprender a vivir no es tan fácil, y por eso, quizás afortunadamente, no acabamos nunca de aprender.

Mi nieta repite ahora sus primeras palabras en inglés. Mi madre se instruye en disfrutar de las pequeñas cosas, en dejarse seducir por el olor de una flor, en embelesarse con la conversación de un niño, en ser flexible, en despreciar lo material, en evitar el desdén innecesario, en vivir el presente, su presente, del que es tan protagonista como su biznieta.

Yo también estoy aprendiendo. Pongo mucho interés: ya se acariciar corazones con cáscara y besar palabras de hielo. Pero tengo tantas ganas de seguir creciendo que espero no aprobar nunca la asignatura de la vida.

Estudiante eterna, aprendiz para siempre: siendo mejor cada día, pero sin llegar a la perfección.

Es una buena alternativa.

¿No creen?

Pues eso.


Puntadas con hilo
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