¿Qué sería de nosotras sin los hombres?
De nosotras, las mujeres, claro.
Insólita idea, perversa delicatessen elaborada en la cocina de mi cerebro, vesania de mis circuitos axónicos, manufactura de mis desconcertadas neuronas que me ha venido a la cabeza en un totum revolutum, en un extravagante día, si es que los días pueden tener naturaleza cambiante por si mismos.
La culpable de esta conmoción, o mejor dicho, la causante, es la escritora británica Doris Lessing, una mujer de pelo canoso y pequeño tamaño, a la que hoy he descubierto pletórica de colorido y vitalidad, sonriéndome burlona desde la tipografía blanca y gris de la sección de cultura de un diario de tirada nacional.
Esta anciana con aspecto de niña, poseedora del Premio Príncipe de Asturias de las Letras que le fue concedido en el año 2001, ha sido a su pesar, icono de causas marxistas, anticolonialistas, anti-segregacionistas y feministas. Y aún hoy, con su lado oscuro, gracias a la sombra del “yo que se divierte” como diría el filósofo John Sanford, mantiene intacta la capacidad de provocar, e incluso de escandalizar a sus 88 años. Como siempre.
Desde su infancia miró con un descaro iconoclasta a la sociedad que la albergaba: dejó sus estudios a los 13 años, aunque los prosiguió de manera autodidacta, trabajó como niñera, auxiliar de clínica y telefonista. Se casó casi adolescente con un funcionario público destinado en las colonias, y no mucho tiempo después, abandonó a su marido y a sus dos hijos por un nuevo amor igualmente perecedero.
Una historia que ella misma describe en su autobiografía “Under my skin” (Bajo mi piel) sin tapujos ni eufemismos. Una historia como un culebrón de lujo sublimado por una buena literatura. Una vida -como la de Aurore Dupin conocida como George Sand, Muriel Spark o Nadine Gordimer entre otras- que ha hecho saltar por los aires los convencionalismos mas arraigados de cualquier tejido social.
Su novela “The grass is singing” (Canta la hierba) le permitió franquear las puertas del éxito literario en 1950, y desde entonces, no ha dado un paso atrás.
En su obra de ficción más reciente “The cleft” (La grieta), narra la historia mitológica de unas mujeres que se reproducen de forma asexuada y que viven sin hombres en todo el amplio sentido de lo que es vivir. Una sociedad exclusivamente femenina que se perpetua a si misma. Un mundo castrado.
Y ahí es donde mi percepción de ese infausto futuro de ciencia ficción ha estremecido mi serenidad, mis asentados cimientos feministas y me ha hecho preguntarme:
¿Qué sería de nosotras sin los hombres?
Y no es que yo no me adhiera a ese soplo de liberalidad y autarquía que supone tomar decisiones, ser independiente y asertiva y jugar con las propias cartas un “órdago a la grande” aunque sea de farol, cuando una quiera. No es que yo no desee “hacer que la vida suceda” manejando con firmeza mi “locus interno de control” como dicen en su libro “Women don,t ask” Linda Babcock y Sara Laschever impidiendo que las circunstancias manejen mi intrahistoria. No.
Pero la contumacia, la ofuscación intelectual, el orgasmo del ego femenino, tiene un límite. Y la idea de prescindir de los hombres ha despertado mi discreto perfil de caballero andante, de escudero leal, hasta ahora astutamente dormido en el armario, y he determinado abanderar su defensa.
La de los hombres, esas criaturas repujadas de músculos, impregnadas de fortaleza, ambiciosas y seguras, esculturas de dominio y poder… a los que admirar.
Los hombres, esos seres a menudo vestidos de alexitimia, incapaces de expresar sus sentimientos, sus necesidades, sus carencias, deseosos de ternura y caricias que no se atreven a pedir… a los que mimar.
Los hombres, esos entes soñadores, despistados, inteligentes y pardillos, sinceros y transparentes, humildes y confusos… a los que cuidar.
Los hombres, listos y tontos, guapos y feos, buenos y malos, complacientes e intolerantes, bruscos y galantes, pijos y frikis, enrevesados o sencillos, cuerdos y orates, contrincantes o socios. Los hombres… a los que amar.
Renunciemos al menos por hoy y sin que sirva de precedente a la desgarrada lucha de sexos, al sordo rencor histórico en el que de forma irónica y universal, nos regodeamos los unos y las otras. Olvidemos durante un rato, el desenfrenado toma y daca de la dialéctica de los “ismos”. Busquemos la estabilidad, aún dentro de la vorágine.
Porque sinceramente, ¿qué sería de nosotras sin los hombres? ¿Cómo cumplir nuestra misión holística de hijas, madres, esposas, amantes, sin un objeto sobre el que proyectar y modelar nuestras capacidades y deseos?
Pero para que mi argumento no peque de parcial es imprescindible hacernos otra pregunta:
¿Qué sería de los hombres sin las mujeres?
Creo que la respuesta es obvia, categórica, irrebatible. El haz y el envés, van siempre juntos.
Así pues, creo firmemente que en esta ocasión Doris Lessing no ha conseguido su propósito. El destino común de la humanidad nos obliga a entendernos, a necesitarnos. El resquicio por el que entra el aire frío de la incomprensión, es apenas virtual. La construcción de la vida, del mundo, requiere obreros de inmensa complejidad ontológica, multidisciplinares, polimorfos, distintos y únicos. Como un Proteo repetido en infinitas variaciones: los hombres y las mujeres. Nosotros, los humanos.
Se me olvidaba decirles que antes de sentarme frente a la pantalla de cristal líquido a la que tanto he llegado a amar y a odiar, me he entregado, inusualmente, a las dulces libaciones de un magnífico caldo tinto, aromático, largo en el posgusto, redondo, denso y contundente, de 13,5 % volúmenes de graduación alcohólica. No estoy segura, como Noé, de sus efectos sobre mi sistema nervioso central. Pero eso, no invalida nada de lo expuesto.
Ya saben:
In vino, veritas.
Pues eso.