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El círculo virtuoso

Aurora Guerra

El círculo virtuoso

 

Amanece un jueves de junio.

La joven dermatóloga desayuna con rapidez escuchando la radio. Pronto se despertarán los niños y quiere darles un beso antes de salir hacia el hospital. Hoy no puede quedarse a vestirles y hacerles el bocadillo. ¡Menos mal que tiene ayuda!

Mientras recorre su camino en autobús, repasa mentalmente sus notas: en algún momento debe pasar por anatomía patológica para comentar la biopsia que le preocupa –no le encaja ese diagnóstico con la clínica-, y subir a la planta. Quiere comprobar si los baños y las cremas han empezado a mejorar al paciente con psoriasis extensa que ingresó ayer. Y si puede, se acercará un momento a la biblioteca. Esta preparando la tesis y cada día debe revisar libros y revistas. Y no puede olvidarse de pasar los nuevos datos con la máquina de escribir, en casa. Lo peor, son las citas bibliográficas con tanto nombre extranjero. Es un trabajo arduo, que se lleva muchas horas. Pero… 

En la sala de espera se oyen murmullos de expectación cuando llega. Tiene una consulta numerosa. La torre de historias clínicas en sus gigantescos sobres le ocupa media mesa. ¿Estarán todas? ¿Y los análisis? ¿Y las radiografías? El archivo no siempre cumple lo que promete…

Y pasa el día. Otro más.

Anochece un jueves de junio. La joven dermatóloga reflexiona sobre la alegría de su trabajo, la satisfacción que siente cuando todo sale bien, y la preocupación que la hace sentirse responsable cuando se presenta la adversidad. Es verdad que le queda poco tiempo para su hijos, su casa, su marido y sus aficiones. Pero la calidad compensa la cantidad. No se arrepiente de su elección: la dermatología es una preciosa especialidad. Versátil,  ágil, retadora… ¡Queda tanto por descubrir! Y ella, ¡tiene tanto que aprender aún!...

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Esta imaginaria descripción, que he situado varias décadas atrás, no es tan diferente de la que retrataría hoy. 

Veamos: podemos cambiar la radio por la tableta, las notas por el moderno teléfono inteligente, la biblioteca física por la biblioteca virtual, los baños y cremas para la psoriasis por un tratamiento biológico, los sobres con las historias de papel por la historia digital, y  la maquina de escribir por el aséptico ordenador.

Pero las dos jóvenes dermatólogas trabajan con la misma ilusión, con la misma dedicación y con el mismo esfuerzo de todas las mujeres trabajadoras. 

Es verdad que la sociedad ha cambiado. Es verdad que las herramientas son más eficientes. Que todo corre más y parece que mejor. Pero no nos engañemos.

Si miramos con atención, olvidando las caras y el escenario, veremos a la misma mujer, la de antes y la de ahora, con la misma fuerza, con la misma ilusión y el mismo empeño. En cualquier profesión, en cualquier situación laboral. 

Yo creo que si todas las mujeres nos cogiésemos de las manos, formaríamos un gran círculo. El circulo virtuoso de la mujer trabajadora, madre, hermana, esposa, hija: esforzada, luchadora, valerosa… 

¿Qué piensan que sobrevaloro a la mujer? 

Cuando quieran, lo discutimos.

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Cronos desfila. Kairós danza

Aurora Guerra - Cronos desfila. Kairós danza
Hablar de la repercusión de la aparición de las arrugas en el ser humano puede parecer una frivolidad. Sin embargo, lo que pensamos acerca de nosotros mismos depende tanto de como nos percibimos por dentro (nuestras virtudes, fortalezas, defectos, debilidades...) como de cómo creemos que nos perciben los demás. Si el entorno nos confirma o refuta, apoya o socava nuestra autoimagen. Y ahí es donde entra la piel. Por la piel percibimos al mundo y ofrecemos al mundo información de nuestro yo: nos ven, nos tocan, nos huelen, nos saborean. Por eso, cuando aparecen las primeras arrugas la percepción que tenemos de nosotros mismos evoluciona, cambia la imagen de nuestra propia identidad de la que nuestro aspecto físico es una parte importante.
Las arrugas sorprenden al ser humano cuando es adulto, cuando acaba de consolidar su posición en el mundo, cuando su desarrollo personal y social está en su mejor momento, en pleno esplendor, en la madurez.
Pero ser adulto o ser maduro no es lo mismo. La adultez señala el fin de la adolescencia, el mayor punto de crecimiento, y de forma figurada, de mayor perfección. Ser maduro conjuga, en un tiempo variable de unas personas a otras, un alto nivel funcional y vital ("No cambiaba en la sensatez, ni en su aspecto físico ni en su conducta, pero se la veía madurar" escribía Rosa Chacel). La una, la adultez, es longitud, la otra, la madurez, es profundidad.
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Marruecos o el tiempo transmutado

La posibilidad de cambiar de forma inmediata de un espacio-tiempo a
otro, esa especie de telequinesia temporal, ha sido un deseo mítico de gran
parte de la humanidad. Transmutar...  (Leer más)
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Tengo novio

Puntadas con hilo

Publicado en Dermactual; nº 26: 23. Febrero 2013

 

Cada escritor tiene su método.

Los hay que escriben guiados de una inspiración voluptuosa, arbitraria, pasajera. Se entregan a su obra con un fervor de tan amplio espectro, que en su calendario inédito solo existen los días que han dedicado a la pasión de su creación. Otros, por el contrario, llenan sus cuartillas ordenadamente, hora a hora, remando con constancia en las arenas movedizas de la inercia, como si de un tedioso trabajo de funcionario se tratara.

De la esterilidad al deslumbramiento.

De la revelación súbita a la revisión permanente.

La prolífica novelista romántica nacida en Inglaterra y afincada en Canadá, Jo Beberley, es del primer tipo. Según sus propias palabras descubre los hechos que relata a la vez que van sucediendo. Sin embargo, el español premio Nobel de Literatura Camilo José Cela confesaba que todos los días se sentaba delante del papel con disciplina y tesón, tuviese o no tuviese algo que escribir. Aunque el esfuerzo y la perseverancia no alcanzasen mas allá del primer renglón de la conciencia vacía.

Estos diferentes estilos de autor también se cumplen a la hora de apostar por un título. Unas veces se elige de entrada, apenas engendrada la idea, y se sigue ineludiblemente como a un mapa que marca la trayectoria al único destino. Otras veces, una vez grabada la palabra “fin”, se dedica un tiempo a pensar que nombre pondremos a éste nuevo hijo ya nacido.

Bien es verdad que en este asunto del título la cosa se complica. No es suficiente encontrar una palabra o frase que permita intuir el contenido. Es necesario además que ese rótulo que ha de presidir la portada sea atractivo, sugerente, llamativo. Tiene que convertirse en un reclamo que invite a la lectura, que induzca a adentrarse en el interior de la trama y avanzar hasta descubrir su sentido. Algo así como un chispazo contagioso.

¡Cuantas veces compramos una novela o vamos a ver una obra de teatro sólo por el título! Y… ¿cuántas veces acertamos? No muchas. Sin embargo el autor acierta si es que consigue que leamos su escrito o que veamos su función.

Por eso hoy, buscando ese destello cegador, yo he elegido un titulo que se me ha antojado provocador: tengo novio.

Ha sido una ocurrencia irreflexiva, un arrebato. Pero si usted ha llegado hasta este renglón, he alcanzado lo que pretendía.

Por cierto, no tengo novio. Pero eso, ahora, ya no es importante.

¿No creen?

Pues eso.

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El placer de llorar

Alfonso Hombrebueno González-Guerra

Publicado en Dermactual; nº 25: 26. Noviembre 2012

Son muchos los tratados de ciencias biomédicas, sociológicas y filosóficas que buscan y encuentran similitudes entre los animales y el hombre. Nos han dicho que nuestras vísceras son muy parecidas a las de los cerdos (Sus scrofa domestica). Que el número de genes del Homo sapiens se aproxima peligrosamente al del Mus musculus, el ratón, al parecer el familiar más cercano al hombre entre los organismos que son modelo en genética. Que la analogía entre el genoma humano y el del chimpancé (Pan troglodytes) es del 98,77%. Que el gusano (Caenorhabditis elegans), la levadura (Saccharomyces cerevisiae), y la mosca (Drosophila melanogaster) son nuestros primos hermanos con los que compartimos proteínas y sendas genéticas.

De acuerdo. Y además puedo asumir que muchas de nuestras cualidades cognitivas y emocionales pueden estar presentes en mayor grado en los animales llamados superiores. Por ejemplo, el chimpancé es capaz de reconocerse en un espejo. Un elefante tiene autoconciencia del fenómeno de la muerte y se acoge al aislamiento para superarlo. Un delfín emite silbidos y sonidos silábicos para llamar a sus compañeros. El cuervo es capaz de fabricar herramientas después de una larga observación de la práctica de sus antecedentes. El perro puede hallar alimentos mediante pistas no lingüísticas. Incluso se podría aceptar que algunos animales “sonríen” con alegría o “lloran” con pena o dolor, con los medios que la naturaleza les ha conferido: moviendo el rabo, dando saltos, gimiendo, arrastrándose…

Pero ninguno de ellos, ninguno conoce el placer de llorar.

El placer de llorar, de ensanchar el corazón cuando la emoción es tan intensa que no cabe en el pecho. Cuando vemos la ventura ajena. Cuando nos conmueve el heroísmo, la dedicación de los santos. Cuando encontramos algo perdido. Cuando ganamos un premio. Cuando somos muy felices. Cuando oímos música con los párpados entornados. Cuando nos dan por fin el abrazo soñado…
Si hacemos memoria, todos tenemos alguna lágrima cercana, humedeciendo todavía nuestra mejilla. ¿O acaso no hemos llorado muchos con las medallas olímpicas de nuestros favoritos? ¿O con la canción de nuestro ídolo? ¿O con el regalo inesperado y tierno? ¿O con la graduación de un hijo? ¿O con las primeras palabras de un bebe?

Llorar de placer voluntariamente también es a veces un ejercicio de salud. Como el correr, hacer dieta o practicar yoga. Es permitirse esa suave caricia de nostalgia que, como un baño de sales, nos alivia el alma y nos refresca. Solo es preciso recordar, traer al presente una emoción pasada y vivirla de nuevo, intensamente, apasionadamente.

Un placer.

¿No creen?
Pues eso.

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Puntadas con hilo
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