Compartir en redes sociales   

Tomás y los medios

SEGUNDO PREMIO del III Certamen de Relato Corto Ramón y Cajal del Ilustre Colegio Oficial de Médicos de Madrid 2004.

Lo difícil no es tener éxito, sino merecerlo. 
Oscar Wilde.

Los resultados preliminares de nuestro estudio parecen demostrar que los melanomas malignos primitivos que muestran inmunorreactividad para los receptores c-kit, se asocian a inmunorreactividad en las células que han metastatizado. El fármaco Zm8-39-T, capaz de inhibir la actividad de estos receptores, y que hemos ensayado en nuestros pacientes, constituye un posible y muy prometedor tratamiento paliativo para los casos avanzados y hasta ahora desahuciados de éste tipo de cáncer. Hemos encontrado que puede prolongar y mejorar su calidad de vida.

La joven reportera, micrófono en mano, le miraba sonriente mas atenta a sus ojos zarcos que a las palabras, difíciles de comprender incluso para una periodista científica como ella.

-Entonces doctor, ¿podemos considerar que este es un nuevo avance en el camino de la curación del cáncer?

El doctor Tomás García González carraspeó brevemente, meditó un segundo y trago saliva antes de responder, matizando la afirmación.

-Un pequeño avance en la curación de este tipo de cáncer.

Era esta su primera entrevista para los medios de comunicación, y se sentía tímido y atemorizado. De hecho, siempre había despreciado a los médicos que con frecuencia salían en la televisión, en los periódicos o en la radio, dando explicaciones sobre enfermedades comunes y los consejos sanitarios pertinentes para luchar contra ellas. Pensaba que nunca decían nada realmente importante, y que sin embargo, paradójicamente, eran admirados como grandes figuras de la ciencia, y crecían en credibilidad ante la gente sin verdadera justificación. Por eso se había negado a cualquier participación –hipóteticamente, ya que nunca se la habían solicitado hasta ahora- en cualquier tipo de medio de comunicación.

Sin embargo en esta ocasión, las cosas eran distintas. Llevaba dos años trabajando en un ensayo clínico del que el era el investigador principal con verdadera devoción. Desde el duro y desgarrado reclutamiento de los pacientes casi terminales, la inclusión ilusionada de los que cumplían los criterios exigidos, la exclusión sin esperanza de los que presentaban algún efecto adverso, las extracciones de sangre, las biopsias ganglionares, la inmunohistoquímica, las largas sesiones de microscopio con el patólogo, las abrumadoras horas de ordenador, hasta el primer avance de resultados –de relativamente buenos resultados- habían transcurrido horas, días, semanas, meses y años de trabajo absolutamente absorbente. No recordaba la última vez que fue al cine con alguna chica, o si le felicitaron sus amigos en el último cumpleaños, pero tampoco le importaba demasiado. Era de los pocos que mantenían viva la llama de la ciencia pura, sin esperar otra cosa que nuevos conocimientos, en el pequeño hospital comarcal donde por fortuna obtuvo una plaza de interino al acabar la residencia. Es verdad que se alimentaba frugalmente y se envenenaba de cafeína para apurar las madrugadas. Es verdad que a veces había dudado de su vocación, y que el desánimo se asomó alguna vez por su ventana. Pero al fin había conclusiones, y el promotor del estudio –un laboratorio también pequeño, pero con apoyos y presupuestos internacionales- interesado obviamente en difundirlas, había llamado a la prensa para que él, como cabeza visible de la investigación, las contase. Aunque de mala gana, y sobre todo nervioso e intimidado por ver su imagen lanzada a las ondas del espacio televisivo, aceptó.

No obstante, pese a la vida misántropa que se había impuesto en aras de la medicina, no tenía el aspecto esmirriado y pálido esperado en un ratón de laboratorio. La juventud de sus treinta y cuatro años, y sobre todo sus genes, le mantenían lozano y atractivo. Un pelo oscuro, discretamente ondulado y siempre necesitado de un buen corte, enmarcaba unos ojos azules intensos rodeados por unas pestañas rayanas en la tricomegalia. La fuerza de su mirada casi hacía olvidar la perfección de su nariz y su boca, centradas en un macizo facial anguloso. Bajo la bata desaliñada, a menudo a falta de un botón o con un bolsillo descosido, casi siempre arrugada y desigualmente colocada sobre sus hombros, vencida por el peso del bolsillo superior siempre abarrotado de bolígrafos, rotuladores, lapiceros, reglas y tijeras, se advertía un cuerpo anatómicamente bien diseñado.

-Muy, pero que muy bien diseñado- pensó la periodista, una joven licenciada en ciencias de la información haciendo méritos en una pequeña cadena local, cuando acudió a la consulta hospitalaria del doctor Tomás García González.

-Y además la cámara le quiere- volvió a pensar cuando vio la cinta de video mientras preparaba el reportaje. En los cuatro meses que llevaba trabajando para la televisión había recorrido ya varias secciones: deportes, sociedad, política local, y ahora, sanidad. Las emisiones eran cortas, apenas una conexión de quince minutos previa a los informativos nacionales, que solo se veía en la autonomía de origen, y de los que ella podía ocupar cinco o seis. Era un trabajo, si, pero sobre todo, era una fuente riquísima de experiencia. Tenía que hacer casi todo: escribir la entrevista después de haberse documentado sobre el tema, realizarla, elegir los planos, introducir imágenes que sirviesen de apoyo, instalar las colas, poner los créditos, ajustar todo al tiempo concedido, despreciar lo poco interesante y resaltar, aún a riesgo de sacarlo de contexto, aquella frase impactante que pudiera considerarse un titular. A veces el experto entrevistado apenas salía unos segundos si no era “televisivo”. La reportera resumía el contenido de la conversación a través de una voz “en off” mientras se pasaban imágenes de archivo. La noticia quedaba dicha, pero el protagonista se convertía rápidamente en un ser anónimo. Si por el contrario era buen comunicador, se recreaba en planos cortos duraderos, apenas intercalados por pequeños flashes de distracción. Y eso iba a hacer en esta ocasión. Que se le viesen bien los ojos. Aquel médico le parecía muy interesante. Hablaba con naturalidad, era guapo, sabía, aunque fuese de forma intuitiva, mirar a la cámara, y esta le había respondido con gratitud. Realmente el reportaje parecía grabado por un buen actor. Solo le faltaba el título para que se convirtiese en una gran noticia.

-¿Pequeño avance en el tratamiento del melanoma maligno?- dudó- No. “Un investigador español descubre un medicamento que cura el cáncer”. Mejor. Esto hará que vuelvan la cabeza y escuchen. Este será mi titular.
.............................................................................

Cuando Tomás vio la grabación en la pequeña pantalla, un escalofrío de terror recorrió su espina dorsal. No era a causa de su imagen que aparecía espléndida, nítida, convincente. Sus ojos relucían con verdadera fuerza. Parecía un profeta anunciando una revelación. Pero su larga parrafada ante el micrófono, rota, desmembrada y sin eje, resultaba algo absolutamente lejano del original. Y el final, el remate con el que la atrevida entrevistadora cerraba el reportaje, entresacando fragmentos de sus propias frases, le resultaba terriblemente demoledor.

-“Los resultados preliminares de nuestro estudio parecen demostrar que hemos encontrado la curación de este tipo de cáncer.”
Pero, ¡si él no había dicho eso! ¿Qué iban a pensar sus compañeros? ¿Y la comunidad científica? ¿Cómo era posible que de sus palabras moderadas y humildes se dedujese que él había descubierto cómo curar un tipo de cáncer?

Deseó intensamente que el tiempo diese marcha atrás y borrar de su existencia aquella turbadora entrevista, que maldecía. Por la noche no pudo dormir. Esperó dando vueltas en el lecho deseando y temiendo a la vez el nuevo día, como el niño que se ha hecho pis en la cama. La nueva jornada de trabajo se adivinaba amenazante: llamadas telefónicas sorprendidas e irónicas; miradas de desprecio o burla por los pasillos del hospital; silencio mortificante en el mejor de los casos. Y lo que era peor, los enfermos ávidos de cualquier puerto de esperanza que acudirían a él esperando el milagro imposible.

Pero nada fue como él pensaba.
....................................................................

A las dos de la tarde, hora en la que la entrevista televisiva se emitió, un día laborable de una semana cualquiera, y solo para la pequeña autonomía en la que estaba situado el hospital, la audiencia fue mínima. Por supuesto los médicos, enfermeros, auxiliares y demás personal sanitario y administrativo del hospital se encontraban trabajando en su mayoría, por lo que su aparición en el informativo regional pasó desapercibida entre sus compañeros. Solo algún paciente llamó preguntando mas datos sobre el tratamiento, y Tomás respondió de forma amable y tajante que había sido un mal entendido. El promotor del ensayo clínico dudaba entre la satisfacción y la ética, deseando que el error se difundiese y que su apuesta por la investigación, con tan increíbles resultados, hiciese subir sus acciones en la bolsa. Finalmente optó por callar, y dejar correr las cosas, pensando que el pecado de omisión tenía mas fácil perdón que el de acción.

A la semana de la emisión Tomás empezó a dormir, a contestar el teléfono sin aprensión, e incluso a olvidar la experiencia como si de una absurda pesadilla se tratase. Tal vez por eso, aquella llamada a su móvil le pilló por sorpresa.

-¿Doctor Tomás García González?

-Si.

-Le llamo de Televisión Española –las piernas le temblaron- porque desearíamos entrevistarle a propósito de su descubrimiento...

-No, mire, es un error. Yo no he descubierto la curación de ningún tipo de cáncer. Solo un pequeño avance en el tratamiento.

-Perfecto doctor - la voz era dulce y envolvente- porque así tendrá la oportunidad de aclarar sus palabras. Esta vez será en directo. ¿Podría venir al estudio? Le mandaremos un coche. No le robaremos mucho tiempo.

Apenas tuvo tiempo de pensar, y la voz femenina ya había concertado la cita. Después de todo, sería mejor ir y clarificar la situación. Ahora que sabía como funcionaban los medios de comunicación, no se dejaría engañar.

El gerente, amable y confraternizador le dio permiso sin ningún tipo de objeción. Se sentía orgulloso de que su hospital saliese en las noticias para algo bueno. Tal vez de este modo, las reclamaciones frecuentes en estos tiempos, quedasen borrosas y disminuidas ante los éxitos de su joven investigador.

-Amigo Tomás, ya sabes: a triunfar. Y no te olvides de nombrar a nuestro querido hospital.

Cuando el chofer le abrió la portezuela del coche una bellísima y sofisticada azafata le estaba esperando, y le acompañó al control. Aunque él era muy alto, la chica con sus inconmensurables tacones casi le alcanzaba. Le sonrió, le preguntó donde trabajaba, de que iba a hablar, y si estaba casado. Es evidente que este último dato era superfluo, pero a ella le resultó de lo mas interesante cuando supo que era soltero. Evidentemente la información se debió hacer pública porque todas las mujeres jóvenes y en su mayoría guapas que circulaban por los pasillos, le sonreían y le seducían con la mirada. Tomás no era misógino. Muy al contrario, se sintió halagado y proclive al tonteo.

-Realmente esto es divertido – pensó mientras que tomaba un café largo con hielo en la sala vips de invitados - y todo va a salir bien.

Le pasaron a la sala de maquillaje y cuando terminó la sesión y se miró en el espejo inmenso, lleno de focos de luz, fue como si se viese por primera vez en la vida. Le habían puesto un fondo de maquillaje de un tono algo mas oscuro que su propia piel para disimular su color blanco espectral conseguido a base de horas de luz de flexo; un toque rosado en sus mejillas para dar viveza a la expresión; las cejas cepilladas hacia arriba, para aumentar la curva que dibujaban naturalmente; las pestañas –la maquilladora no pudo resistir la tentación- todavía mas rizadas, largas y brillantes gracias al rimel transparente cuidadosamente aplicado sobre ellas; una humedad ficticia sobre sus labios que parecían aún mas jugosos, y finalmente, ligeros brochazos de polvos sueltos en frente y nariz para evitar los brillos indeseables ante la cámara.

-Parezco un actor... - pensó, y terminó el pensamiento con cierto íntimo y satisfactorio rubor- guapo.

Cuando salió del estudio finalizado el programa, tuvo la sensación de que no había insistido bastante en la humildad de su descubrimiento. Pero no importaba. Después de todo, no era tan importante una información así, a los medios, que ya se sabía, eran en general poco explícitas. Además la locutora, le había felicitado por su intervención, y le había invitado de forma muy personal a una entrega de premios para los científicos y periodistas que mejor hubiesen comunicado los avances de la ciencia en el último año. Había aceptado sin dudar, ilusionado con una nueva experiencia y con la posibilidad de volver a ver a la doctora Aurora Guerra, eminente dermatóloga nominada al premio, que en su día le había dado clases en la Universidad.

En el cóctel no solo vio a su antigua profesora que curiosamente aún le recordaba, sino a un sinfín de personajes famosos, científicos, periodistas, políticos, modelos, cantantes y actrices invitadas por si mismas o como acompañantes de otros asistentes. A este evento siguieron otros muchos, y otras muchas intervenciones en distintas cadenas televisivas. Ya se sabía el rito del maquillaje, se había comprado una serie de camisas y corbatas para alternar con los dos nuevos trajes, y se sentía frente a las cámaras como pez en el agua.

Tuvo que pedir un permiso mas prolongado en el hospital, y dejar en manos de sus colaboradores la consulta y las últimas revisiones del ensayo clínico. Comenzó a salir con la sonriente azafata de los tacones inconmensurables, y fue feliz por un corto tiempo.

Sin embargo, poco a poco, los ecos de “su descubrimiento” comenzaron a ser débiles, casi inaudibles desplazados por nuevas noticias sanitarias y nuevas investigaciones de otros ámbitos. Volvió al hospital adornado por una pequeña fama, alimentada mas por sus hermosas facciones descubiertas por las cámaras, que por su sabiduría, pero pronto se desvaneció. A veces le preguntaban con cierto aire compasivo, porqué ya no le invitaban a la televisión. Cuando llegaba a casa, las camisas y las corbatas cuidadosamente dispuestas para ser exhibidas, le chistaban esperando salir de su prolongada inactividad. La azafata sonreía cada vez menos, y un mal día, no acudió a la cita.

-Es que ya no sales en la tele – le espetó cuando Tomás le pregunto que le pasaba- y yo necesito relacionarme.

Después de haber rozado las mieles de la popularidad, la anodina vida de médico le resultaba vacía. Los enfermos le parecían aburridos, y las tardes eternas, sentado ante el cúmulo de historias clínicas llenas de datos que archivar. Los días pasaban y su aspecto, físico y psíquico, se deterioraba.

-Te estas haciendo viejo – le dijo una mañana una médico residente recién llegada, ante su habitual mal humor. Y eso fue la gota que colmó el vaso.

Al día siguiente, tras solicitar el salón de actos del hospital para una sesión clínica, escribió una serie de cartas convocando a los periodistas sanitarios de diversos medios, a los que ya conocía de su etapa pública, a una rueda de prensa. Les auguraba el conocimiento de primera mano de un trascendental descubrimiento que podía cambiar el rumbo de la humanidad, con tal rotundidad y convicción, que la asistencia fue masiva: Cadenas de televisión, emisoras de radio, diarios y semanarios, agencias y hasta alguna revista del corazón, por si además de la ciencia, aparecía por allí algún personaje de la beautiful people, amigo o admirador del guapo doctor.

Tomás se presentó impecablemente vestido, y cosa curiosa para una rueda de prensa fuera de los estudios, meticulosamente maquillado. Subió al estrado, miro a todos, esperó el silencio total, hinchó el pecho, y gritó:

-¡He descubierto la vacuna contra el cáncer! ¡Ya nadie morirá de cáncer! ¡Y todo gracias a mi!

Un leve murmullo de sorpresa se alzó entre los asistentes. Se miraban unos a otros, esperando una explicación, datos, estudios, avales y garantías que justificasen tal afirmación. Pero pasaban los minutos y el doctor Tomás García González, lejos de iniciar una exposición convincente, con los ojos refulgentes, el pelo encrespado y la boca seca, repetía una y otra vez la misma frase.

-¡He descubierto la vacuna contra el cáncer! ¡Ya nadie morirá de cáncer! ¡Y todo gracias a mi!

-Díganos algo más doctor. Cual ha sido su investigación, en que se basa, quién la financia...

Pero el sólo repetía y repetía sin descanso. Sudoroso se limpió la cara con las manos emborronando el maquillaje, y descubriendo a trozos con el paso de sus dedos la blanca piel oculta. Se subió a la mesa y elevo los brazos como un triunfador al que aclaman sus fans. El murmullo se convirtió en auténtico bullicio. La mayoría de los asistentes comenzó a recoger micrófonos y cámaras, decepcionados unos, airados otros por la evidente tomadura de pelo. Alguno decidió hacer algunas tomas de la patética imagen, por si las podía insertar en la sección de sucesos. El gerente que avisado por el celador del salón de actos llegaba en ese momento, se encontró un paisaje que se le antojó apocalíptico: Un médico de su plantilla – el más famoso hasta ahora, y ahora más, por desgracia- pintarrajeado como un indio y gritando como un loco, mientras la élite de los informadores sanitarios le abucheaban y le insultaban en una vorágine de idas y venidas, de cables y papeles, de magnetofones y cámaras.
..........................................................

Un tratamiento a base de antimaniaquina y reposo, consiguieron controlar el brote maníaco del doctor Tomás García González. Todos perdonaron al pobre médico investigador, que como D. Quijote, perdió el seso temporalmente de tanto soñar. Compadecido por la Administración, fue trasladado a otra provincia lejana donde sus hazañas no eran conocidas y donde pudo rehacer su vida. Se dedicó con ahínco a la docencia, obteniendo gracias a sus dotes de buen comunicador una justa fama de buen profesor. Se casó con una joven bajita y dulce, que le ayudó con ternura a engendrar y criar tres hermosos hijos. Fue moderadamente feliz, como suelen ser los más afortunados, pero nunca, nunca, nunca, consintió que ni en su boda, ni en el bautizo de sus hijos, ni en ninguno de los momentos memorables de su vida, apareciese, ni por lo mas remoto, una cámara de video.


Narrativa
© AURORA GUERRA ·

Paseo del General Martínez Campos 13 - 28010 - Madrid - España - WhatsApp 618 518 838 · aurora@auroraguerra.com