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Sin problemas

Recetando palabras (Relatos de médicos). Ed. Grupo editorial 33SL. ISBN: 84-96257-12-6.Málaga 2005.

Sin problemas

Este verano ha sido nefasto. He perdido casi todos mis ahorros. No es que fuesen muchos, porque yo más bien vivo al día. Pero siempre tengo - o mejor, tenía- un remanente por si las cosas de pronto van mal. Al fin y al cabo, no tengo un trabajo estable, y las desgracias no avisan. Podría decir que ha sido la Bolsa, que lleva cayendo sin tocar fondo desde hace varios años según me cuenta Nando, que de eso sabe mucho. No en vano se dedica a negocios de mucho, mucho dinero. Pero a usted no le voy a mentir. Al médico, como al confesor. O más, porque es más comprensivo, esta más en el mundo. Aunque usted tiene aspecto de ser muy ordenado, muy serio, muy formal, más que yo. No se ría, ande, que se va a descubrir.

He perdido en el juego.

Pero no es que yo sea viciosa. Sólo es que me gusta jugar para distraerme: Un poco de lotería, los ciegos por hacer una buena obra – es un juego benéfico- alguna que otra Loto, (porque ¡oiga, es que dan unos botes!...) y un binguito con las amigas, porque hay que relacionarse. ¡Estoy tanto tiempo sola! Si no fuese por esas tardes bingueras, habría días que se habrían pasado sin hablar casi con nadie! Porque aunque Nando quisiera estar siempre conmigo, como el me asegura, tiene “obligaciones perentorias que atender”. No se muy bien que significa esa palabra, pero debe ser que no puede abandonarlas. Y yo no tengo con quien hablar. A usted que se pasa la vida hablando con los demás le parecerá una bendición. Pero no es bueno. Una necesita decirle a alguien que le duele la cabeza, que la carne estaba dura, que la vecina se está poniendo gorda, o que se siente contenta porque ha oído una canción que le trae recuerdos de la infancia. Una necesita hablar. Y que la escuchen. No sirven las frases convencionales, sin interés, que nos enviamos unos a otros como si jugásemos a la pelota. Una necesita hablar desde el corazón. A veces he pensado comprarme un perrito. Pero no quiero llegar al patetismo de las viejas que duermen con su perro en la cama, porque es el único calor que tienen. Por eso salgo a jugar. Para no estar sola.

De cuando en cuando voy al casino. Me gusta vestir elegante, y allí es una ocasión para lucir los mejores atuendos. Pero tengo mala suerte. Es una perdición esto del juego. Se lo digo yo, doctor, que lo sé bien. Al principio parece que no es difícil ganar. Incluso yo conozco a muchos que han ganado mucho dinero. Yo misma, a veces, he estado a punto de hacer saltar la banca. Pero siempre hay algo que se tuerce, como si me hubiese mirado mal una bruja. Y no me extrañaría nada, porque en realidad, más de una me tiene envidia.

Sin ir más lejos, la mujer del presidente del club de golf, donde algunas veces me lleva Nando. Bueno, que todos sabemos que no están casados, pero ella maridea todo lo que puede. ¡Dime de que presumes y te diré de que careces!... No puede soportar verme a mi tan divinamente con mi Nando, que mira por mis ojos más que por los suyos. Que digo blanco, pues blanco. Que digo negro, pues negro. Nosotros si que nos vamos a casar bien pronto, en una boda de cascabeles, en cuanto que tenga el divorcio. Más de cuatro van a tener que morderse los labios, tanto decir que Nando solo me quiere en la cama, pero que nunca se casaría conmigo, y que toda su juventud y su belleza la tiene en la cartera. ¡Como si yo estuviese con él por el dinero! Además me llevo estupendamente con su hija, su yerno y su nietecito. Son encantadores, aunque yo he notado que no les gusta mucho que vaya con Nando a visitarles. Claro está, que ella se siente un poco mal a mi lado. Visto mucho mejor - y tengo mucho mejor tipo- y cuando estamos juntas, la situación se presta a comparaciones de las que sale siempre peor parada. ¿No opina usted, doctor, que visto muy bien?

Fíjese en los zapatos: siempre tacón de aguja vaya a donde vaya. Hay que ser femenina. Y la falda un poco más corta de lo que las demás la llevan para que se puedan ver bien las piernas tan largas que tengo. Por cierto, que tengo que ir a quitarme unas pequeñas varices que me están empezando a salir. ¡Tengo tantas fiestas a las que acudir, y siempre hay que estar de pie! También me gustan los escotes. No es por provocar, pero para algo se ha gastado mi Nando un dinero en estos nuevos pechos. ¡Para que se luzcan! Me los ha operado el Dr. Malatini y parecen totalmente naturales. Toque, toque sin miedo. Este es uno de los muchos regalos de mi Nando. También me ha regalado los labios –yo antes los tenía finitos- y las extensiones del pelo. Me gusta llevarlo largo hasta la cintura. ¿Verdad que en conjunto resulto sexy? Es que es un cielo, mi Nando.

Pero el no juega.

Ni bebe, claro. Porqué también esa es una cruz difícil de soportar. Sobre todo porque casi siempre se acompaña de moratones y huesos rotos. Mire sino aquí mi ceja izquierda, que si no es porque la tengo tatuada, bien que se notaría la cicatriz. No tuerza la cara, ni se asuste, que no es el recuerdo de ningún hombre. Todavía no ha nacido el que me ponga las manos encima... si yo no quiero, claro. Queriendo, ya es otra cosa. Queriendo, como quise al primero, a Rubén, aquel canalla de ojos verdes que se me metió en el corazón. Era más guapo que Tom Cruise, y ya es decir. Y todavía lo es. Me miraba y me derretía. Le di todo: mi alma y mi cuerpo. Y el lo aceptó. Vaya si lo aceptó, que como era suyo, me daba unas tundas que para qué. Pero aquello ya pasó. En el fondo es bueno. Ahora, cuando viene a verme -sin que Nando se entere, eso sí, no le quiero disgustar, guárdeme el secreto- nunca me pega. Solo me da cariño, el pobre, y se lleva alguna propinilla para sus gastos. Pero no crea, que yo a quien quiero es a Nando, y éste y otros pequeños desahogos, son para no forzarle demasiado. A su edad, ya se sabe, las cosas no funcionan igual, y yo soy comprensiva.
¿Lo de la ceja? ¡Ah, sí! Se me había ido el santo al cielo. Bueno, a Rubén, que también es un santo de puro bueno... que está. No se me escandalice doctor, que yo con usted, como un confesor. Para eso he venido ¿no? Lo de la ceja me lo hice yo misma, mejor dicho, me lo hizo una puerta medio abierta, y yo con unas copas de más. Lo de beber es una perdición también. Se lo digo yo, doctor, que lo sé bien. Yo ahora solo bebo lo normal: un par de Martinis con vodka de aperitivo antes de comer, un buen vino en la comida –usted ya sabe que protege el corazón y las arterias, y yo lo tomo por eso, que a mi el vino no me gusta- y después un cubata o dos, claro esta, con coca-cola, porque a mi el alcohol puro me horroriza. Luego viene la tarde, y como hay que acudir a tanta fiesta y tanto cóctel –esta vida mía tan ajetreada- hay que seguir con las copas. Casi nunca ceno por aquello de la línea (¿se ha fijado que gasto la talla 38?) pero claro, no me voy a acostar en ayunas, así que me preparo un vaso de leche con brandy, para cambiarle el sabor. Eso si no está Nando, porque si está, siempre nos tomamos una botellita de cava. Por la noche, me sienta bien, pero en el desayuno, fatal. No sé porque dicen tanto en las películas lo de desayunar con champán. ¡Que horror!

Pero yo antes si que bebía, y aunque nunca perdía el control, porque yo sé beber, sí perdía algo los reflejos, como el día de la ceja, en el que la puerta estaba más cerca de lo que me pareció, y me la encontré de golpe. También fue culpa de los reflejos lo del coche. Si. Aquella noche la luz de la carretera era peor que nunca. Todo estaba borroso, como difuminado y gris. Cuando me quise dar cuenta, ya estaba encima del otro coche. No pude reaccionar, y los dos nos bandeamos de un lado a otro una y otra vez, hasta que al fin se paró todo. No quiero recordarlo, no quiero llorar, déjeme, no me mire. Me hace daño volver a pensar en todo aquello, porque el niñito que nunca llego a nacer, mi Rubencito, tendría ahora nueve años. Me operaron, y me dijeron que nunca ya podría tener más hijos. ¡Y pensar que cuando supe que estaba embarazada cogí un berrinche! Me hinché a beber y fumar, a ver si se me deshacía, porque dicen que a veces la mala vida, arruina un buen embarazo. Y así ocurrió, pero para siempre. Mi niño, mi Rubencito...

Pero no quiero ponerme triste. Voy a encender un cigarrillo, a ver si así... Ya le ha dicho que ya no bebo apenas, pero el tabaco, esa es harina de otro costal. Y es que no puedo dejarlo. Uno con otro. Menos mal que aquí, en la consulta del psiquiatra, si se puede fumar. ¿Usted fuma? Nunca le he visto hacerlo. Claro, tiene que dar ejemplo. Pero a mi, solo pensar que lo tuviese que dejar, me produce una ansiedad inmensa. Creo que como prohiban fumar al final en los restaurantes, yo no saldré nunca a comer fuera de casa. Ahora, eso sí, yo solo fumo tabaco rubio. Antes, algunas veces, me liaba algún que otro porro. Cuando estaba muy deprimida, sabía que un poco de costo me haría reír. Pero después la tristeza era mayor, y la risa era tan falsa como mis pendientes. Después tenía ganas de vomitar, y un brillo turbio en los ojos que mi Rubén me lo notaba, y me pegaba. Pero era por mi bien. Seguro que mis padres que siguen viviendo en el pueblo, aunque hace años que no les veo, también me habrían pegado para que me alejase de la droga. Gracias a Dios nunca caí en ese mal. Vi morir a muchos delgados como esqueletos, y ausentes como zombis por culpa de la heroína. No quise para mi ese final.

Mis padres. ¡A saber que piensan mis padres de mi! Creerán que soy una drogadicta. Siempre me pegaban, por lo que hacía y por lo que dejaba de hacer. La pobreza pocas veces da cariño. Nunca contestaron a mis cartas. Hace mucho que no se nada de ellos, desde que me marché del pueblo a trabajar. Primero en un bar, de camarera, y luego en un pub de copas que solo abría por la noche. Pero nunca he sido puta, y perdone la expresión, pero al médico, como al confesor. Yo alternaba tomando copas con los clientes y me llevaba una buena comisión. No se crea, que iba gente muy importante. Si yo le contara... Pocas veces pasé la noche con algunos, porque yo sólo aceptaba si eran educados y galantes. Y luego desayunábamos con champán, que por eso se lo mal que me sienta por las mañanas. Así conocí a Nando, nos enamoramos, y ya no he vuelto a trabajar, porque nos vamos a casar pronto. Eso si se lo diré a mis padres para que se enteren de donde ha llegado su hija. Pero no creo que vuelva a saber de ellos. Así, hasta que se mueran. Es como si no hubiese tenido padres.

Pero no crea, doctor. Yo en el fondo soy muy feliz. No sé porque se ha empeñado Nando en que venga al médico a contarle mi vida, si no tengo problemas. Dice que me nota rara, y que eso estropea nuestra relación, y que le complico la vida.

-¡Pero si no tengo problemas!- le digo.

Bueno... si. Alguno tengo. Que no puedo dormir. Por las noches, cuando estoy sola, se me quedan los ojos en blanco, y todos los ruidos me parecen extraños. Y recuerdo a mis padres siempre enfadados, aunque los veo con la cara que tenían cuando era niña. Ahora serán más viejos, intento imaginármelos tal como serán ahora, con el pelo blanco y con arrugas, y eso me asusta más todavía. Y me acuerdo de mi niñito, y pienso que estoy sola, y que lo estaré más si Nando me deja, porque Rubén es como una ráfaga de viento, que nunca sabes cuando va a llegar, que no puedes contar con él. Y pienso que no se trabajar en nada, como no sea otra vez, en el pub. Y tengo miedo de ponerme enferma y de ser vieja... ¡Y no puedo dormir!
Cuando Nando viene al piso, -tenemos un apartamento monísimo, hasta que nos casemos y me vaya a su casa para siempre- estoy más tranquila y no tengo tanto miedo. Pero no sé porqué me acuerdo de Rubén, de sus ojos verdes, de su abrazos, y de sus bofetones, el muy burro, y me entra una congoja que me hincho a llorar, y tampoco puedo dormir.

Así que por favor doctor, deme algo para que la noche pase sin sentirla, para que pueda descansar, para no pensar. Es lo único que necesito: una pastillita.

Porque en realidad, doctor, yo... !no tengo problemas!


Narrativa
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