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Las manos de Yasmín

PRIMER PREMIO de la IV Edición del Premio de Cuentos D. Daniel de La Rebotica (2000).

Las manos de Yasmín

-Yasmín, dame la mano.

La mano de Yasmín, fina y menuda, se pierde en mi mano grande de médico, como un minúsculo pez. Es una mano analfabeta de caricias, sin código, sin lenguaje, ambigua, que no huele: como una piedra. Como si la parte de barro de Adán que le ha tocado en suerte, no se hubiera hecho persona en ella todavía. La mano de Yasmín -nueve años apenas estrenados- me provoca un profundo respeto.
Salimos de su solitaria y fría habitación de hospital, y la llevo obediente pero sin entusiasmo, sin arrastrar los pies pero sin presteza, a la sala de estar donde juegan los niños enfermos que pueden hacerlo. Niños rubios o morenos, bulliciosos o tristes, conquistados o conquistadores, dolientes o recuperados, obstinados o dóciles... pero amados. Niños que se miran y se hablan, que se entienden, que tienen en común una lengua, un pasado, un nido tibio y reconocible donde reinar.

Yasmín los mira ajena, ciega, sorda, muda.

Somos (yo tan grande, ella tan chica) un extraño ejemplo de paseantes (mis piernas tan largas, tan desacompasadas a sus pasos) como dos vagabundos solitarios y desconocidos, que por huir del oscuro vertedero, caminan juntos. Me pregunto como me ven sus ojos, los que ayer eran capullos de estrellas, luciérnagas del cielo, espejuelos de Dios. Me pregunto como me ven sus ojos, a través de que rendijas de olvido, de que nieblas de tristeza, hasta donde la medida de su dolor de niña.

-Juega con ellos. Son tus amigos.

Los niños le prestan atención solo un minuto. El tiempo suficiente para acostumbrarse a su piel oscura, a sus ojos negros, a su pelo rizado, a su gesto lejano que les intimida un poco; a su soledad, a su silencio, a su inmovilidad de mueble abandonado. Enseguida, perdido el interés vuelven a sus juegos, al lenguaje universal de la risa y el llanto, a la fuerza de la piel que se toca caliente y húmeda y viva y cercana.
Yasmín mira, ya olvidada por los otros, inadvertida espectadora de aquellos pequeños sazonados de dolor y a veces de muerte, pero que nunca están solos. Observa sosegada e indescifrable los otros miedos, los dulces besos, las palabras perfumadas de amor que ella no huele.
Yasmín, con su nombre de flor adivinado mas que conocido, es como un aceite inextinguible. En el camino desde las lejanas tierras saharianas de donde procede perdió un tesoro infinito: su madre. En el tiempo que lleva ingresada en el hospital desde aquella patera maldita -schock traumático, contusión cerebral, anemia, desnutrición- nunca la he visto reír, ni llorar, ni enfadarse, ni decir una sola palabra en ningún idioma. Me ofrece sus venas, breves y azules. Se toma las medicinas sin una duda, come los desacostumbrados alimentos con la misma metódica de una máquina tragaperras... pero sigue vacía.

Mientras, la Comunidad Autónoma de la provincia ha desplegado sus alas de robot para protegerla. El “Departamento de Comisión de Tutela al Menor”, de nombre tan frío e incomprensible como bien intencionado, ha dispuesto los medios para cubrir todas sus necesidades: Psicólogos, abogados, médicos, trabajadores sociales, educadores, todos trabajando al unísono para lograr la total integración de Yasmín. Pero ni las entrevistas -solo monólogos- ni la búsqueda de familiares en su país de origen, ni el interrogatorio a los compañeros supervivientes de la trágica aventura, han dado fruto. Posiblemente, cuando sea dada de alta será llevada a un institución pública o a un hogar provisional que la tendrá en acogida mientras se arregla su situación en el país.

Una niña mas, desarraigada, sola, extraña entre los extraños. Soy su médico y curo su cuerpo. Pero se que su alma se me escapa de las manos.
Yasmín se sienta a veces con la frente apoyada en el cristal de la ventana, y mira pasar bloques de cielo, hasta que en sus ojos, ciegos de luz, renacen las abrasadoras arenas del desierto donde nació. Entonces, solo entonces, solo por un instante, florece su piel oscura, y sueña.

Cada mañana, cuando me asomo a esa ventana hacia dentro de la vida que es el hospital, cuando discurro entre ese olor a orines e inocencia de los niños, deseo intensamente que esa "vida-muerte" silenciosa y amarga de Yasmín, haga crisis, y como la fiebre maligna, se quiebre, se conmueva, se derrumbe.

Cada noche, cuando la oscuridad conspira con el sueño, cuando el mundo queda reducido a la pantalla de mi ordenador, cuando intento vanamente no llegar a ese gemido último de dolor inconsciente, que sobrevive a mi pesar en mi alma de médico de niños, adivino sus manos de pez y de piedra esperando. O lo que es peor, sin esperar nada.

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Hoy ha ingresado en la planta de pediatría del hospital un nuevo paciente. Beto, (se llama Alberto, pero no alcanza a decir mas) lleva doce años en el mundo, pero su tiempo ha transcurrido mucho mas lentamente para el, que para el resto de los humanos. Es un niño alto y gordo. Un bozo incipiente se asoma en su sorprendido labio superior y tiene las piernas llenas de vello. Sus manos grandes, torpes para lo sencillo y hábiles para lo inesperado, su voz a veces atiplada a veces ronca, su balbuceo apenas comprensible de sílabas inéditas, y la baba que cuando esta nervioso se escapa persistentemente por las comisuras de su boca, aleja a los otros niños. Beto se refugia entonces, como un bebe gigantesco, en los brazos de su madre que apenas puede abarcarle.

-Mi niño, corazón, mi terrón de azúcar, ¿que te pasa?

Beto, ceñudo, señala el grupo de tiernos egoístas que juegan lejos de él, y esconde la cara bajo la axila caliente y conocida que huele bien, que huele dulce, que huele a besos, y se duerme.

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Hace días que Yasmín apenas se acerca a soñar a la ventana. Ahora se sienta en el quicio de su puerta, justo en el ángulo desde donde puede ver a Beto y a su madre. En sus ojos profundos se recrea una y cien veces la rutina hospitalaria del enfermito: la comida, el paseo por el pasillo cogido de la mano de su madre, la puerta que se cierra cuando la enfermera le va a curar, la siesta acurrucado -¡tan grande y tan pequeño!- entre las sábanas de letras azules, las palabras vestidas de ternura y de paciencia a la hora de apagar la luz y comenzar ese viaje quieto a ninguna parte, de mecedora...
-Beto, mi niño, ni terroncito de azúcar, a dormir... Ea, ea, ea...

Las miradas de Yasmín y Beto se han cruzado ya muchas veces. Beto entonces la sonríe babeante y agita sus brazos en clara indicación de que se acerque. Pero Yasmín, -ajena, ciega, sorda, muda- nunca ha respondido al expresivo y húmedo requerimiento.
Pero hoy es diferente. La madre de Beto, por primera vez en muchos días -tal vez en toda la vida- no esta con el. La soledad es una mala compañera, y Beto, perdido el paraíso, llora primero con desesperación, luego con fuerza, apenas hipando después, cansado como un polluelo hambriento, pero no resignado, ante la desacostumbrada ausencia. Ni las palabras de Susana la enfermera mas cariñosa de la planta, ni el paseo complaciente en la silla de ruedas que el niño no necesita, ni las amenazas con "la inyección sino eres bueno" han llevado una gota de consuelo al destronado rey.
Los ojos congestionados, desolados y turbios de Beto han llegado a los ojos de estatua de Yasmin, a la penumbra del frío mundo de su mirada, al agua oscura y limpia de su niñez desahuciada.

Y entonces, solo entonces, Yasmín se ha acercado lentamente, como lo haría un cazador experto ante una presa a la que no quiere asustar, hasta el borde de su cama. Y de pronto, en un mundo detenido prodigiosamente, las manos fascinadas y fascinantes de la niña han cobrado vida, han avanzado hacia la cara adolescente de Beto, y le han acariciado con un ademán maternal y compasivo, una vez, y otra, y otra, y otra, y otra...
Beto poco a poco ha dejado su llanto turbador, su tristeza indecible, su dolor inmerecido. Ha mirado a los ojos a Yasmín en un instante eterno, y ambos, quebrada por fin la soledad, ambos, repito, han sonreído.


Narrativa
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