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Cancún Veinte Diez

Aurora Guerra en Chichén Itzá

Casi tuve que retorcerme las manos para no abrazarla. Su carita morena, sus ojos castaños, su cabello lacio y despeinado, apenas la hacían diferente de las otras niñas. Pero aquellos churretes de mocos que araban verdes surcos de suciedad en su mejilla virginal, me conmovieron.

Me miraba sosegada, sin la ansiedad aduladora de los otros pequeños vendedores de pulseras tejidas que, como oscuras mariposas, pululaban a nuestro alrededor. Silenciosa, mostraba entre los dedos flacos de sus manos tiernas su tesoro, esperando inocente, mocosa y serena.

La playa se adivinaba un poco mas allá, asomando su imagen de postal caribeña entre las mesas del restaurante. Atardecía y los pájaros gritaban su sueño. La templada brisa del invierno de Cancún hacía ondear mi falda larga de seda estampada como una bandera triunfante de una batalla entre hadas y gnomos. Mire mis brazos desnudos.

-Cómprame una pulsera, Juan. ¡Anda! Me la anudaré en la muñeca. Pediré un deseo, y cuando el tejido de la pulsera se rompa de viejo, se cumplirá.
Juan es complaciente. Me mira entre enamorado y suspicaz, con esa sonrisa que me subyuga.

-No sé si debo. Mira que si pides encontrar otro novio mas guapo que yo…
Se ríe volviendo la mirada al horizonte. Hace una tarde de café y canela. El aire se lleva las ideas que suben en remolinos y se aparean sobre las cabezas de los turistas como nosotros, que sueñan. Los destinos exóticos nos vuelven príncipes, sirenas, marqueses, hechiceras y magos todopoderosos por seis noches y siete días.

La niña espera a mi lado. Me mira seria.

-¿Cuántos años tienes? - le pregunto.

-Nueve- me contesta mientras balancea las pulseras como si fuesen piedras preciosas reluciendo al sol de su mano.

El camarero se acerca con nuestro pedido. Una cena temprana y típica del lugar: antojitos con chile picante. Luego, el baile, el paseo, las copas.

Imposible ir a dormir sin un par de Margaritas en el alma. Turistas al fin.

La niña se aparta ante la llegada de los platos temiendo una regañina, pero yo la retengo.

-Juan, cómprame una pulsera - insisto con exigencia mimosa.

Los ojos castaños de la mocosa se encienden y me muestran con detenimiento su mercancía de sueños. Su mirada se transforma, y brilla en ella tanto la luz, como la sombra.

-¿Cuál te gusta a ti, guapa? - pregunto.

Y mientras entresaca del manojo aquella, negra como su trenza despeinada con cinco bolas de madera rojiza en el centro, yo me atrevo a acariciarle el pelo suave, una vez, y otra, y otra más. Siento que bajo mi mano su cuerpo entero se estremece prolongando con un tenue movimiento de su cabeza la caricia primero aceptada, luego buscada. Tengo ganas de sentarla en mis rodillas, de acunarla como tal vez nadie lo ha hecho, o lo hizo hace tanto, que el recuerdo es solo un aroma perdido. Pero no me aventuro. Temo los prejuicios sociales, temo tal vez la mirada sorprendida de Juan, temo que un padre enfurecido arranque a la niña de mi regazo.

Así que, resignada, me conformo con su cabello, negro, suave, receptivo.

Como una canción sin pentagrama la niña duda, vuelve a las pulseras, entresaca, estira de un extremo con primor, lentamente. La rosada lengua aparece por la comisura de su boquita. Por fin, triunfante me la entrega.

-¿Me la pones tú?- le pido.

Decidida, con dificultad y precisión, anuda una y otra vez en mi muñeca aquel cordón que llevará mi deseo, lo esculpirá, coloreará, barnizará, secará… hasta que esté listo para hacerse realidad.

Mi pequeña vendedora de sueños, mi dulce niña, mi tierna mocosa. ¿Cuál es tu sueño? ¿Quién se olvidó de que necesitas amor a cada instante?

¿Cuando perdiste la batalla de ser niña? ¿Dónde esta tu futuro?

La miro con obstinación, con incertidumbre, con congoja. Me la llevaría a mi mundo de modernidad, de lujo, de bienestar. La compraría vestidos preciosos, un ordenador, un teléfono móvil, una casa climatizada, un colegio bilingüe. Pintaría su vida de purpurina rosa.

La niña sonríe, recibe de Juan el precio pactado por su mercancía mas una propina, y sonríe mucho más. Se acerca en un trotecillo a sus amigas y les muestra alegre su tesoro, señalándonos.

Y entonces, mientras la veo alejarse, comprendo que la felicidad no está en las cosas caras, ni en los viajes, ni en la riqueza, ni en las mansiones, ni en los menús sofisticados. La felicidad esta en la humildad, en el amor generoso, en la sonrisa inocente, en la luz de las estrellas, en las cosas sencillas… y en la mirada de una niña vendedora de sueños.

Y mientras aprieto la pulsera con fuerza, Juan me pregunta:

-¿Has pensado ya tu deseo?

-Si.

-¿Y es muy grande?

La niña se vuelve, me despide con la mano y echa a correr definitivamente.

-Si. Enorme. Pero ya no puedo conformarme con nada, que no sea todo.

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Narrativa
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